La nueva Jerusalén

Vi después un cielo nuevo y una tierra nueva; el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, y también el mar.

Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de la presencia de Dios. Estaba dispuesta como una novia que se adorna para su prometido. Y oí una fuerte voz que venía del trono y decía:

—Dios habita aquí con los hombres. Vivirá con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo que antes existía ha dejado de existir. [...]

Vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas calamidades, y me dijo:

—Ven, que te voy a enseñar a la novia, la esposa del Cordero.

En la visión que me hizo ver el Espíritu, el ángel me llevó a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de la presencia de Dios. La ciudad brillaba con el resplandor de Dios; su brillo parecía el de una piedra preciosa, el de una piedra de jaspe, transparente como el cristal. A su alrededor se alzaba una muralla grande y alta, con doce puertas. En cada una de las puertas había un ángel, y en ellas estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas daban al este, tres al norte, tres al sur y tres al oeste. La muralla de la ciudad tenía por cimientos doce piedras, en las que estaban escritos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. El ángel que hablaba conmigo llevaba una vara de oro para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. La ciudad era cuadrada: su largo igual a su ancho. El ángel midió con su vara la ciudad: medía dos mil doscientos kilómetros; su largo, su alto y su ancho eran iguales. Luego midió la muralla: medía sesenta y cinco metros, según las medidas humanas usadas por el ángel. La muralla estaba construida con piedra de jaspe, y la ciudad era de oro puro, como vidrio pulido.

Ap 21, 1-4.9-18