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imperio británico se dedicaron a enviar el tercer equipo nacional
organizarlo. En los primeros
juegos de las Olimpiadas
modernas, cualquier persona –o
mejor dicho, cualquier hombre
deportista (el barón de
Coubertin, “padre” del
movimiento olímpico, no aprobó
la participación de las mujeres
en competencias deportivas
públicas)– que tuviera los
medios privados para
presentarse en el lugar podía
inscribirse para competir.
Quizá fue desafortunado,
entonces, que en la prisa por
preparar el estado White City
para el arribo del rey a fin de
que inaugurara los juegos la
tarde del lunes 13 de julio de
1908, las banderas nacionales
fueras izadas en las astas,
incluidas las de Japón y China
(ninguno de los cuales enviaría
representantes a los juegos
olímpicos durante algunos años
más), pero se omitieran las de
Suecia y Estados Unidos.
El príncipe heredero de Suecia,
presidente de la Asociación
Atlética Amateur Sueca, había
sido un partidario clave de las
Olimpiadas desde su
reaparición. A diferencia del
gobierno británico, él y el
gobierno sueco habían provisto
subsidios sustanciales para
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más grande a Londres para los
Juegos de 1908. Y el príncipe
Gustavo, huésped de honor de
los reyes británicos, formaba
parte del séquito real en el palco
destinado a los monarcas.
El príncipe se mostró cortés
ante sus anfitriones reales
respecto a la omisión de su
bandera nacional.
El comité estadounidense, en
cambio, sospechó un insulto
deliberado. Sacó su propio
pabellón y lo hizo izar en el asta.
Los suecos tuvieron que
contentarse con la bandera que
su equipo portaba al frente en el
desfile.
Este llegó a su clímax con las
abultadas filas de atletas detrás
de sus abanderados ante el
palco real. Con fanfarrias de los
trompetistas del regimiento de
caballería, todas las banderas
se inclinaron para saludar al rey
Eduardo VII; es decir, todas las
banderas